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Por Adonais Jaramillo del Colectivo Ambiental
Por Adonais Jaramillo del Colectivo Ambiental
Lo que no logra abrirse paso con la simple presentación, se maquilla y de la mano de una orquestada campaña publicitaria, se vende.
Eso es lo que ha ocurrido con el proyecto del gobernador Ramos Botero quien no da su brazo a torcer en relación con el proyecto del túnel de oriente del que han dicho numerosos expertos con razones muy plausibles, no es sostenible.
Porque una obra que pone en riesgo el abastecimiento del agua en un sector como el de Santa Elena, ese sólo hecho, el riesgo, sería suficiente para que un gobernante sensato, la suspendiera.
Pero su soberbia va mucho más allá y desafía de la mano de sus áulicos contratistas a los opositores, como se puede observar por la cuña televisiva de su canal donde se refrenda al final de la misma con gesto de refinado burócrata, su determinación, con un sello, como para que todo el mundo sepa que el túnel no tiene reversa.
Ese proyecto como lo han puesto de manifiesto voces más autorizadas que la claque que lo acompaña, se aparta además de manera radical de las directrices del Art. 209 de la Constitución, que a la letra reza:
“La función administrativa está al servicio de los intereses generales y se desarrolla con fundamento en los principios de igualdad, moralidad, eficacia, economía, celeridad, imparcialidad y publicidad, mediante la descentralización, la delegación y la desconcentración de funciones…”
Difícilmente este proyecto pasaría esa prueba, pues el túnel es para prestar un servicio mínimo a un sector exclusivo, horro de los encantos que proporciona el paisaje que resta, reducido ahora a las pirámides que dejó Fajardo, quien tendrá que pagar un alto peaje para llegar al José María Córdova con quince minutos menos que lo que se emplea por las vías actuales.
Es una extravagancia, sólida, bien redonda, que logra sin embargo mantenerse por el deslumbramiento de los organismos de control frente al progreso y al grupo de aduladores que predican la bondad del proyecto.
Pero un departamento con el 70% de toda su periferia en la pobreza, una obra exclusiva para una élite, y solo para vehículos particulares, es violenta, desnuda su finalidad de orientarse a servir intereses particulares y no hay duda de que será festín de los contratistas que lo acompañan ávidos de tragarse el valle de San Nicolás.
Mientras la gran despensa de Urabá carece de una vía adecuada para concretar un desarrollo que equilibre el departamento concentrado en este valle y con pretensión de anexarle dos pisos más, el túnel de Ramos es un delirio.
Un proyecto así no solo violenta el orden constitucional, sino que se vuelve criminal.
Medellín no debe crecer más. Hay que desinflarla para buscar el equilibrio con el resto del territorio.
Conurbar la ciudad agregándole otros pisos, es un error, porque un mastodonte no se sostiene; no se gobierna.
Un departamento descentralizado, no un monstruo de ciudad como a lo que apuntan las políticas delirantes que alientan la dupla Salazar & Botero Ramos, quienes se encuentran sin proponérselo en el mismo propósito, imparables ambos para convertir el primero a Medellín en un parqueadero y el segundo en una ciudad de tres pisos, definitivamente insostenible.
Eso es lo que ha ocurrido con el proyecto del gobernador Ramos Botero quien no da su brazo a torcer en relación con el proyecto del túnel de oriente del que han dicho numerosos expertos con razones muy plausibles, no es sostenible.
Porque una obra que pone en riesgo el abastecimiento del agua en un sector como el de Santa Elena, ese sólo hecho, el riesgo, sería suficiente para que un gobernante sensato, la suspendiera.
Pero su soberbia va mucho más allá y desafía de la mano de sus áulicos contratistas a los opositores, como se puede observar por la cuña televisiva de su canal donde se refrenda al final de la misma con gesto de refinado burócrata, su determinación, con un sello, como para que todo el mundo sepa que el túnel no tiene reversa.
Ese proyecto como lo han puesto de manifiesto voces más autorizadas que la claque que lo acompaña, se aparta además de manera radical de las directrices del Art. 209 de la Constitución, que a la letra reza:
“La función administrativa está al servicio de los intereses generales y se desarrolla con fundamento en los principios de igualdad, moralidad, eficacia, economía, celeridad, imparcialidad y publicidad, mediante la descentralización, la delegación y la desconcentración de funciones…”
Difícilmente este proyecto pasaría esa prueba, pues el túnel es para prestar un servicio mínimo a un sector exclusivo, horro de los encantos que proporciona el paisaje que resta, reducido ahora a las pirámides que dejó Fajardo, quien tendrá que pagar un alto peaje para llegar al José María Córdova con quince minutos menos que lo que se emplea por las vías actuales.
Es una extravagancia, sólida, bien redonda, que logra sin embargo mantenerse por el deslumbramiento de los organismos de control frente al progreso y al grupo de aduladores que predican la bondad del proyecto.
Pero un departamento con el 70% de toda su periferia en la pobreza, una obra exclusiva para una élite, y solo para vehículos particulares, es violenta, desnuda su finalidad de orientarse a servir intereses particulares y no hay duda de que será festín de los contratistas que lo acompañan ávidos de tragarse el valle de San Nicolás.
Mientras la gran despensa de Urabá carece de una vía adecuada para concretar un desarrollo que equilibre el departamento concentrado en este valle y con pretensión de anexarle dos pisos más, el túnel de Ramos es un delirio.
Un proyecto así no solo violenta el orden constitucional, sino que se vuelve criminal.
Medellín no debe crecer más. Hay que desinflarla para buscar el equilibrio con el resto del territorio.
Conurbar la ciudad agregándole otros pisos, es un error, porque un mastodonte no se sostiene; no se gobierna.
Un departamento descentralizado, no un monstruo de ciudad como a lo que apuntan las políticas delirantes que alientan la dupla Salazar & Botero Ramos, quienes se encuentran sin proponérselo en el mismo propósito, imparables ambos para convertir el primero a Medellín en un parqueadero y el segundo en una ciudad de tres pisos, definitivamente insostenible.
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